Desde 2015, la astronomía ha entrado en una nueva era gracias a la detección de ondas gravitacionales. Más de 300 fusiones de agujeros negros han sido registradas desde entonces, pero una reciente observación ha llamado particularmente la atención de la comunidad científica: se trata de la fusión más masiva registrada hasta ahora, y podría poner a prueba los modelos actuales sobre la formación de estos objetos extremos.

Un parteaguas en la historia de la ciencia

El 14 de septiembre de 2015, el observatorio LIGO (Laser Interferometer Gravitational-Wave Observatory), en Estados Unidos, detectó por primera vez ondas gravitacionales. El descubrimiento, anunciado oficialmente el 11 de febrero de 2016, confirmó una predicción clave de la Teoría de la Relatividad General de Albert Einstein, formulada un siglo antes.

Aunque los intentos por detectarlas se remontan a la década de 1960 —cuando el físico experimental Joseph Weber aseguró haberlas observado—, no fue sino hasta 2015 que se obtuvieron pruebas concluyentes. Weber, aunque marginado por sus ideas audaces, inspiró a generaciones posteriores a continuar la búsqueda.

Las ondas gravitacionales son alteraciones en el tejido del espacio-tiempo causadas por eventos cósmicos extremadamente energéticos, como la colisión de agujeros negros. Viajan a la velocidad de la luz (aproximadamente 300,000 km/s) y, aunque todos los cuerpos masivos las generan, sólo las más intensas —producidas por objetos como agujeros negros o estrellas de neutrones— pueden ser detectadas.

Una forma común de visualizar este fenómeno es comparar el espacio-tiempo con la superficie de un estanque. Cuando lanzamos una piedra al agua, se generan ondas concéntricas que se debilitan a medida que se alejan del punto de impacto. Así, cuando dos agujeros negros colisionan, generan una onda gravitacional que se propaga por el universo hasta alcanzar la Tierra, donde instrumentos como LIGO pueden detectarla.

La fusión que desconcierta a los científicos

La fusión registrada en 2015 involucró a dos agujeros negros que formaron uno nuevo, con una masa 62 veces superior a la del Sol. Desde entonces, se han documentado más de 300 eventos similares. Sin embargo, una nueva observación podría reescribir lo que sabemos sobre estos fenómenos.

Recientemente, científicos del proyecto LIGO publicaron un estudio preliminar en el servidor arXiv (aún sin revisión por pares) donde reportan la fusión de dos agujeros negros que dieron origen a un objeto de unas 225 veces la masa solar. Bautizado como GW231123, este agujero negro no solo destaca por su tamaño, sino también por su velocidad de rotación, excepcionalmente alta.

El astrónomo Charlie Hoy, investigador de la Universidad de Portsmouth (Reino Unido), explicó en una entrevista con CNN que este hallazgo “representa un verdadero desafío para nuestra comprensión de la formación de los agujeros negros”, ya que “la mayoría de los agujeros negros detectados hasta ahora con ondas gravitacionales giran lentamente”. La rapidez de rotación de GW231123 podría indicar un mecanismo de formación distinto al que conocíamos, o bien, revelar que los modelos actuales necesitan ser actualizados.

El reto de estudiar lo invisible

A diferencia de las estrellas, los agujeros negros no emiten luz ni radiación electromagnética. Son invisibles para los telescopios convencionales. La única manera de estudiarlos es a través de las ondas gravitacionales que generan. Por eso, el desarrollo de instrumentos como LIGO ha sido clave para comprender estos enigmáticos objetos.

Aunque LIGO es el detector más sensible construido hasta ahora —con brazos de 4 kilómetros que detectan distorsiones minúsculas en haces láser causadas por las ondas—, la necesidad de aumentar su sensibilidad ha impulsado el desarrollo de nuevos proyectos.

Entre ellos, destaca el Telescopio Einstein, financiado por la Unión Europea, que comenzará a operar en 2030. Con forma de triángulo equilátero de 10 km por lado, será aún más sensible que LIGO y podrá captar eventos más débiles y lejanos. Ese mismo año, Estados Unidos planea lanzar el Cosmic Explorer, un sucesor de LIGO con brazos de hasta 40 km, que multiplicará por diez la sensibilidad actual.

Y en 2035, la ESA (Agencia Espacial Europea) y la NASA colaborarán en LISA (Laser Interferometer Space Antenna), el primer detector de ondas gravitacionales en el espacio. Este ambicioso proyecto podrá estudiar fusiones de agujeros negros supermasivos, sistemas binarios y posiblemente señales del universo primitivo.

Un futuro prometedor para la astronomía del siglo XXI

La astronomía basada en ondas gravitacionales ha abierto una nueva ventana para explorar el universo. A diferencia de la astronomía tradicional, basada en la luz y el espectro electromagnético, este nuevo enfoque permite estudiar eventos que antes eran invisibles.

La existencia de agujeros negros que se fusionan y giran casi a la velocidad de la luz no debe considerarse algo inexplicable o sobrenatural, sino como evidencia de que aún estamos explorando los límites del conocimiento científico. Gracias a los avances tecnológicos y teóricos logrados desde el siglo XX, y a proyectos en curso, estamos más cerca que nunca de comprender los misterios más profundos del cosmos.

Por Editorial

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